Caminando en círculos

Andrés Ortiz Tafur regala a los lectores de El Observador un maravilloso cuento sobre la vida, el amor y el camino que recorren

Hay un terreno lleno de traviesas que linda con el mío. Antes esas traviesas fijaban dos vías. Y mucho antes de eso, cuando yo era niño, sobre esas vías circulaban trenes. Luego el tránsito de trenes fue disminuyendo hasta desaparecer del todo. Y finalmente, un Gobierno decidió reutilizar o vender como chatarra las vías, y el terreno que linda con el mío se quedó como ahora: solo con las traviesas.

Acabo de reconstruir mi casa justo frente a ese terreno. Después de lo de Claudia no quise más ciudad. Ya estaba bien: cincuenta años pisando asfalto son muchos, demasiados. El asfalto es una ventana al mal. En él puedes conocer a la persona que amas y ver crecer a tus hijos, y hacer amigos del alma o amigos con los que asistir a un partido de fútbol y desconectar por un rato de todo lo demás.

Pero ese es el problema del asfalto, que pronto acusas sus sacudidas y te descubres en la necesidad de inventar submundos dentro del mundo, y sientes que esa persona a la que amabas o amas te dispara a quemarropa y sin sentido, y que tus hijos no dejan de darte problemas, y que los amigos que creías de verdad te defraudan, e incluso que los amigos con los que veías el partido de fútbol, que te servía para desconectar, te fallan.

Llevo dos días de asueto sentado frente a la chimenea, con más de diez mil kilos de leña en el cobertizo, con la casa recién pintada y los muebles recién armados, y la despensa llena, y el coche limpio y provisto de un cambio de aceite y de filtros. La electricidad marcha. Las tuberías marchan. Llueve con intensidad fuera y no hallo una sola gota dentro. Hay dinero en el banco.

El suficiente para traspasar de esta vida a otra. Mis hijos saben que estoy bien y yo sé que ellos no andan mal. El mayor casi tiene treinta años y acaba de formar su propia familia. El pequeño hace prácticas remuneradas en un instituto de Washington. Claudia ha rehecho su vida junto a otro hombre y me llama de cuando en cuando. A dios gracias, ya no grita ni se le antoja que el camino por el que se mueve es un martirio insufrible.

Me aburro y pienso que el invierno es largo. He de dejar los libros para cuando anochezca. Y proponerme salir a diario fuera. Y mantener una actividad parecida a la del último año. Podría reconstruir la casona grande, reconvertirla en un hotel, aquella idea primigenia, cuando Claudia y yo aún nos acostábamos en la parte de atrás del 124. Mis hijos la alabarían. Y acudirían como huéspedes. Y quizá alguno de mis nietos o ellos mismos, después de pisar durante muchos años el asfalto, se decidirían a colaborar, en el caso de que yo aún esté vivo.

Luego pienso que esa idea es descabellada y me percibo mirando las traviesas del terreno que linda con el mío. Y me asomo y descubro que muchas de ellas están podridas. Y al día siguiente regreso al monte con el hacha, pero en lugar de para hacer leña, lo hago para sustituir las traviesas inservibles por otras nuevas.

El paso del invierno me presta una primavera de días más largos. El tiempo y el ánimo se estiran. Y caigo en la cuenta de que, pese a abrir cada noche el libro, soy incapaz de terminarlo. Me satisface este cansancio que te obliga a regirte por el sol.

Los trabajos más penosos los dejo para las primeras horas del día, cuando todas las fuerzas me acompañan; entonces me cargo a la espalda una traviesa nueva y recorro el camino hasta que encuentro una traviesa vieja que es necesario cambiar. Así hasta el momento del almuerzo. Y por la tarde el huerto y la calma de la silla en mitad de la nada, frente al ocaso.

Tras el verano, llego al punto de unión entre la antigua red ferroviaria por la que, cuando yo era niño, veía trenes transitar y una infraestructura de similares características que aún está en uso. Ya no tengo que sustituir más traviesas. Ese quehacer se ha terminado. Y ese mismo día, como si alguien que viviera dentro de mí se hubiera ocupado durante todo este tiempo de meditar el próximo impulso, agarro la furgoneta, me desplazo hasta el pueblo y busco un almacén de hierros.

Adquiero cientos de toneladas y en poco más de dos años consigo que las traviesas del terreno que linda con el mío vuelvan a sujetar una vía a cada lado. Después la locomotora y varias pruebas diarias desde enfrente de mi casa hasta el punto de unión entre la antigua red ferroviaria y ésa que aún está en uso. Y finalmente el golpe loco de acelerador, la invasión.

Atravieso el país de norte a sur y paso a otro país. Entiendo que es el momento de la lectura, de la quietud, del disfrute. No corro en exceso. No madrugo. Los traslados de una parte a otra vienen dictados por el placer del paisaje y del mero descubrimiento. Hay días que no me muevo a ningún sitio y los dejo irse ante un bosque de acebos que languidecen con la llegada de un otoño, o ante una mole de piedra en la que se cobijan buitres enormes que rompen majestuosamente el azul de un cielo de verano, o ante una pequeña villa amurallada, en la que todavía es posible adivinar un coche de los años 80, un 124.

Una mañana, de nuevo como si alguien que viviera en mí fuera quien ordenara la dirección de mis pasos, bajo de la máquina y degusto un café en la cantina de una estación casi desvencijada. El camarero me cuenta que un lustro antes había media docena de mozos portando maletas. Se le nota triste y me guardo la noticia. ¿Qué sentido tiene decirle que se trata de la primera persona con la que hablo en los últimos diez años? Le sigo cuanto puedo la conversación. Desconozco las circunstancias políticas y económicas de las que me habla. No dudo que sean ciertas. Y tanto asentimiento trae consigo que pronto, al paso de apenas cinco o diez minutos, vuelva a la situación inicial en la que lo encontré: secando vasos parsimoniosamente con un paño blanco y con la cabeza gacha.

Regreso a la locomotora pronunciando en voz alta algunas de las palabras del camarero que he conseguido retener en la memoria. Digo despacio: “ru-i-na”, “des-man-te-la-mi-en-to”, “cri-sis”, “tor-tu-ra”, “mu-er-te-len-ta”. Y las repito nuevamente con lágrimas en los ojos y con la voz entrecortada, muy emocionado por el sonido y por la comunicación que han traído consigo, entre ese hombre y yo.

Al día siguiente hago escala en un pueblo que recorro caminando de palmo a palmo y saludando con un “buenos días” y con unas “buenas tardes” a todo aquél con quien me cruzo. Y al otro día en una ciudad mediana, de provincias. Y al otro en Roma.

Allí sucumbo ante un idioma que no conozco y porfiando con mis ojos la belleza de calles y monumentos que adivino por primera vez. Redescubro el asfalto, la ciudad, el veneno inocuo del trasiego de gente, de las mujeres hermosas, de los niños vivos, recién nacidos. Siento que ahora que decrezco el asfalto se me presta como un lugar inofensivo. Y acudo cada noche al teatro, a la ópera, al cine. ¿Por qué no? Ya no necesito de unos amigos para fabricar un submundo dentro del mundo, simplemente porque el mundo me gusta, me resulta cómodo.

Al día siguiente Turín, Nápoles. Y después distintas ciudades del sureste francés. En una de ellas, mientras almuerzo, entablo conversación con una mujer algunos años más joven que yo. La invito a que venga a mi mesa. Y la invito a comer. Y a un café y a un paseo por la ribera de un río a punto de desembocar en el mar. Ella mira las ocas, los cisnes y los patos. Yo la miro a ella. Y pienso que el destino es macabro, juguetón, un trapecista.

Porque en mis años de adolescencia y de primera juventud existieron mujeres que consiguieron hacerme muy feliz. Y de los casi treinta años de convivencia con Claudia, podría eliminar los últimos veinte. Pero hubo diez, los primeros, en los que amasé un culmen capaz de provocarme una sonrisa infinita, irrompible; y entonces era yo quien abandonaba un tanto a los amigos del alma, y quien me saltaba un domingo tras otro las sesiones de fútbol. Y encima llegaron los niños, que no daban problemas, que acaso se caían al suelo y lloraban y se dejaban consolar en mis rodillas. Sin embargo, ninguna antes me pareció tan bella como ésta que mira a las ocas, a los cisnes y a los patos.

Le muestro la locomotora y le hablo de la vía sin fin. Y decide montarse y venir conmigo hasta un pueblo cercano. Y en ese pueblo, sentados en un banco, rodeados de rosales, en una plazuela a las espaldas de una iglesia de estilo románico, le pregunto si quiere convertirse en mi compañera de viaje. Y ella contesta que sí. Y viajamos durante varios años, sin correr en exceso, sin madrugar, efectuando las paradas por mero placer, atravesando varios países de norte a sur. Hasta que un día encontramos un lugar precioso para efectuar una escala larga, un lugar que resulta ser el terreno que linda con el terreno lleno de traviesas.

Reconstruyo nuevamente la casa. Sustituyo el entramado eléctrico y las tuberías. Y hago acopio de leña para el invierno que está por venir. Luego, tras la segunda o tercera tarde de asueto, sentado en la silla frente al ocaso, me descubro mirando las traviesas del terreno que linda con el nuestro.

Andrés Ortiz Tafur, Yo soy la locura, Huega & Fierro, 2015

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