Esta vez ha sido diferente, especial, como si fuese la primera vez. Viernes Santo por la mañana, cuando aún resuenan en la calle los sones de la Banda de Cabecera del Nazareno y los golpes de llamador, comienza para los hermanos de la Expiración un día en el que todo volverá a renacer con el mayor sacrificio que Dios pudo hacer por nosotros, su muerte, su Expiración en la calle Marqués, Gólgota linarense.
Una mañana más en la que sobre la cama todo está listo, el traje azul marino con su escudo al lado del corazón, la medalla, los guantes, como si o hubiese pasado el tiempo, pero si, si ha pasado y ha dejado una huella dolorosa que hoy se transforma en Esperanza.
Llega la hora de salir hacia San Francisco, pero no voy sólo hoy compartiré palo con mi hijo, pasándole el relevo de ser Horquillero de la Expiración, de la Esperanza. Y así comienza el Viernes Santo, en la cochera de san Francisco todo preparado, la Banda de Cabecera de la Expiración en su pasacalles, acompañada por el tercio de trompeteros, en el interior del templo un ir y venir de nazarenos morados y perla, nervios entre las mantillas, los más pequeños ilusionados, para algunos su primera estación de penitencia. Y el Santísimo Cristo de la Expiración esperando a que lleguen sus horquilleros para de nuevo salir al reencuentro con la ciudad. En un banco del templo, sólo, expectante, nervioso a pesar de los muchos años, en silencio, Paco Cuevas, hombre cabal y cofrade por donde los haya, parece que quiere con su tranquilidad calmarnos a todos, no necesita decir nada con sólo mirarlo sabemos que todo está bien y que de nuevo el Cristo de la Expiración y Nuestra Señora de la Esperanza obrarán el milagro, «Paco es un orgullo volver a la Esperanza contigo de Hermano Mayor», le dijo alguien.
Ahora si, las tres de la tarde, hora de Expiración y Esperanza, la Cruz Guía atraviesa el dintel de la puerta como preámbulo del libro de la Muerte, de la Vida, largas filas de nazarenos se van formando y por fin los rayos del sol van acariciando poco a poco el monte calvario del paso vestido de iris, para culminar en el rostro y la Cruz del que nunca nos faltó, el Santísimo Cristo de la Expiración que con la música hecha oración de la Banda de CCTT Nuestra Señora del Rosario comienza su caminar. Un poco más arriba se oye la campana, la de la Esperanza, de verde manto y palio de amor, su salida como siempre la de una Reina, momento en el que las piernas flaquean no por la posición de los hombre de trono al salir, casi en cuclillas sino por el nerviosismo de llevarla a Ella.
República de Argentina, Espronceda, Viriato, Teniente Ochoa hasta calle Marqués, donde el murmullo de las miles de personas que allí se dan cita, se hace silencio porque la «Ceremonia va a comenzar». Cristo esperando a la Madre, Ella, con paso largo queriendo abrazar al Hijo, hasta tres veces lo intenta, para escuchar las palabras más duras que atraviesan su corazón: «Padre en tus manos encomiendo mi Espíritu» y diciendo esto Jesús expiró al toque de Oración de su Banda de Cabecera. Un Viernes Santo especial por todo, un momento en el que la campana del trono del Cristo sonó con más fuerza que nunca con un toque de su siempre capataz del cielo, las trompetas del tercio sonaron al unísono en el recuerdo del que desde arriba alzó primero la suya y en la Esperanza, con el toque de Rosario, el también metió su hombro, como siempre lo hizo, para rezar un Ave María a Nuestra Señora.
Tras vivir este momento, la Hermandad sigue su discurrir ahora calle Pontón por la que Jesús a compartido su Última Cena, ha Orado, ha sido Prendido y Azotado, calle por la que ha tenido que llevar el duro peso de la Cruz, la misma que ahora en la tarde del Viernes Santo le sirve de sustento a su Cuerpo en la Expiración, un dolor tan grande que hasta la Saeta se hace oración.
Y con la noche la seriedad, elegancia y devoción que los hermanos del Expiración saben mostrar en su manifestación pública de Fe, San Francisco de nuevo está a la espera, al fondo de la calle para cobijar durante 365 días más todo lo vivido en este día y lo que aún quedaba por vivir. Los horquilleros del Cristo en una maniobra que parte desde su mismo corazón se prearan para recibir a la Madre de la Esperanza en la Plaza a la que llega como Reina y Madre que es mecida con cariño por sus hijos a los sones de María Inmaculada, hasta que la campana del trono avisa que ya es de ellos y solo de ellos, el primer «guapa» da paso a otro y a otro y a otro más hasta llegar a los mismos pies del Santísimo Cristo de la Expiración. Todo está consumado.
Las lagrimas afloran, el abrazo fraterno de los hermanos, el sentir de una ciudad que late con corazón fuerte y que ahora se dispone a acompañar ya en soledad a la Esperanza, último suspiro de un gran Viernes Santo, último esfuerzo de sus horquilleros, de sus mantillas, de su banda, de sus nazarenos de filas y trompeteros, de los más pequeños y sus acólitos, hasta que el último toque de campana de Julio la deje a Ella, a la Madre, a la Esperanza de nuevo en su Casa de Hermandad.