Un mundo de gelatina

Hará cosa de unos días me hallaba curioseando por esto de internet. ¿Qué buscaba? Nada importante. Pero como en los últimos meses habíamos oído hablar tanto, por desgracia, de las residencias de mayores, tenía cierto interés en saber cómo vivían, y no me refiero con esto a los aspectos rutinarios del día a día, que a la postre son fáciles de imaginar, sino a otro tipo de condiciones: contacto con familiares, instalaciones, etcétera.

El resultado fue que, sin esperarlo, me di de bruces con una verdadera sorpresa. Quizá no tenga relación con lo anterior, pero sucedía en una residencia concreta –privada, por supuesto–, muy al norte de nosotros, y hablo de una de las actividades que realizaban con los residentes: solían grabar cortometrajes o sketches que acababan en un canal de Youtube. No era el único contenido de este tipo, pero sí el que contaba con más participación de los mayores.

Dicho así, a todo el mundo tendría que parecerle loable –mejor, positiva, expresión más en boga–, tal iniciativa. El ocio es importante, nadie puede negarlo; pero, ¿por qué más que una interpretación aquello me acabó pareciendo una impostura? ¿Quizá porque todo se viera envuelto en un tono adolescente que ni siquiera aludía a sus años juveniles, sino a lo actual? Había, para mí, algo descorazonador en aquellos ancianos youtubers, sobre todo por aquel esfuerzo de ir de algo que no son.

Horas más tarde caminaba por la calle. Y también, por accidente, pude contemplar una escena que, aunque sorprendente, ya no extraña a nadie. Vi una señora, paseando a su perrito –y digo perrito porque era diminuto, aunque como soy lego en la materia no sabría decir la marca ni el modelo de la criaturica–. Sé que era un perrito porque ladró, al parecer poco conforme con algo; entonces su dueña lo cogió en brazos y entre ellos se produjo el siguiente dialogo, que paso a transcribir de forma fidedigna:

–¡Guau, Guau! –chilló el 1/5 de can con toda la insolencia perruna de un niño malcriado.

–Uy, Mimín, no te enfades, que te voy a hacer la mejor fiesta de cumpleaños que… –dicho lo cual, Mimín, que iba hecho un pimpollo –llevaba un jersey o como leches se llame lo que le pongan a los perros–, recibió una ráfaga de besitos de su «mamá».

Enseguida comprendí que lo de la residencia de ancianos y Mimín venían en el mismo saco. ¿Pero qué relación tiene una cosa con la otra? Pues mucha. No queremos ver que los viejos son viejos, ni que los perros son éso, simplemente perros. De ahí que disfracemos a unos de adolescentes y a otros de niños. Esto, que transita entre lo grotesco y el puro travestismo, está en la base de nuestra visión actual del mundo.

En esta barra libre de relativismo que padecemos, cualquier cosa concreta está proscrita. Sí, lo viejuno, lo perruno… Porque las formas precisas pueden tener ángulos, aristas, partes puntiagudas que se clavan en nosotros, obligándonos a mirar de reojo hacia lo que de verdad nos rodea. ¡Eso jamás! ¡Muerte a la forma! Y cimientos y pilares han caído al unísono, dejando que nuestra realidad se hunda y se desparrame en una sustancia sin vida y sin tensión.

En nuestro mundo de gelatina no existe ni siquiera el mal. Pero, ¿qué hay de las páginas de sucesos? Se nos han llenado de «presuntos», todos y todas víctimas del sistema. En efecto, las hay; pero se puede ser víctima del sistema y bueno; e incluso malo. Es igual, todo se nos va al limbo, y por negar un infierno ya ni siquiera concebimos el cielo. Sea como sea, las categorías, las mediciones, son forma, así que hace tiempo iniciamos la cruzada de la igualdad, pero no entendida como una justa adjudicadora de partes proporcionales, sino como una manaza que lija los puntos álgidos y lo reduce todo a un igualitarismo bajuno. Nos parece más seguro ver cómo fracasan los extraordinarios que sacrificar lo peor de un rebaño ya de por sí mediocre. Poco importa que el Informe Pisa nos ponga colorados una vez cada trienio; finalmente acabará siendo una «conspiración cuantitativa».

Nuestra sociedad ‘Blandiblub’ lleva bastante mal que se piense libremente sobre algo concreto. Pero lo que jamás va a tolerar es que podamos expresarlo. Encarnando la figura de una institutriz pedante y resentida, la corrección política ha tutelado a una generación que, habiendo conseguido confinar, al menos en el lenguaje, cualquier connotación ofensiva, se siente ofendida por todo.

Esta paradoja es fruto de un mimo ideológico excesivo, cuya burbuja ha atrofiado un sistema inmune que enloquece al contacto con cualquier mota de realidad. Y es que la inmensa mayoría de situaciones que los lleva al histerismo no las sufren en su día a día ni las verán en su vida; pero esa irritación urbi et orbe es tan portentosa que, avisada por satélite, descubre el agravio en el lugar más recoleto, incluyendo el pasado. No es sólo preventiva, también es retroactiva. Acaba de corregir de hecho el título de una novela de Agatha Christie publicada en 1939. Y ni siquiera se nos ha ocurrido hablar de censura.

¿Por qué? Porque esta generación de inquisidores de gomaespuma sí que tiene algo duro, tenso y perfilado. ¿Nadie lo ha notado en los patíbulos de Twitter?, ¿ni en las lapidaciones facesbookianas? Sí, es un odio visceral por el disidente.

En fin, si alguna vez tengo un perro, será un pastor alemán, y se llamará Rober, como Dios manda. Y por si llegara a viejo, ya le estoy echando un ojo a esto del dominó. No aceptaré videollamadas, o mejor, daré de baja el WhatsApp. No querría convertirme en un yayo como los de los anuncios. Y como parece ser que la gente se muere –aunque no está del todo confirmado–, procuraré tener resuelta la cuestión de la trascendencia o no del ser humano. Por si hubiera que rezar, que lo haría al mismo Dios al que rezaron mis abuelos, mis bisabuelos, mis tatara… La meditación, el nirvana, el reiki…, ¡qué pereza!, mejor lo dejo para la próxima reencarnación.

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