Ser idiota (modo de empleo)

 

Es una reacción en cadena: un idiota suelta su idiotez y algunos que quizá no lo son comienzan a reír la gracia, paradójicamente, para no parecerlo.

Acaba usted tener un flash-back, es normal: todos hemos vivido un momento así de indignante, incluso el idiota supremo -si bien es cierto que juega con la ventaja de ser raramente consciente de su condición- se ha sentido muy sólo alguna vez.

Sin duda todos hemos sido alguna vez uno de esos idiotas de rebote o incluso de carcajada incómoda con tal de no herir al protagonista y ponerle frente a su propia idiotez. En cuanto a mí, he sido la idiota-delantera-titular en más ocasiones de las que alcanzo a recordar.

Pero no todo es negativo en ser idiota. Cioran no encontraba mayor halago que serlo considerado en un mundo de necios, que es a lo que erróneamente nos referimos como «idiota» ignorando que en su origen etimológico el idiota era aquel que no se preocupaba de la cosa pública sino de sus propios asuntos.

No deja de ser curiosa la contradicción actual en la que la cosa pública parece ser monotema de opinadores y sentadores de cátedra de barra de bar, cuñados con ínfulas de politólogos, epidemiólogos o de cualquier palabra que termine por -logos, ecuación temeraria de la que resulta un contrasentido al cuadrado.

Qué pereza da esta idiotez nueva, qué ganas de escapar de esta otra pandemia subida a un tren dirección San Petersburgo y como el príncipe Myshkin* emocionarme, descubrir, sentir en pureza, abrazar cada situación como si fuese la primera, despojarme del sentido de la elección. Qué importa -en este mundo- que el precio del viaje sea renunciar a la cordura.

*Personaje principal de El Idiota, de F. Dostoyevski. Leedlo.

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