Los listos

Desde los más remotos orígenes de la especie humana, el mundo ha estado constantemente en manos de cuatro listos. Cuatro respetables seres que han estado en posesión de los recursos intelectuales suficientes para hacer con la inmensa y adormecida mayoría lo que buenamente les ha venido pareciendo oportuno.

Es preciso matizar que no siempre fue así. Hubo un tiempo, mucho más breve, en el que los listos todavía no eran listos; algo avispados, en todo caso, y el mundo, mientras tanto, recaía en manos de los que se encontraban en posesión de la fuerza.

Estos sujetos se autoproclamaron legítimos dirigentes de aquella proto-humanidad, ya en tiempos en los que, si te mantenías bípedo un par de minutos, sufrías terribles dolores lumbares. Es decir, en un principio, la fuerza física era la que reinaba sobre todos los seres habidos entonces.

Grandes disputas se resolvían mediante el salubérrimo hábito de apalear, e incluso matar, al «lumbrera» que osaba llevar la contraria al bruto y fornido líder. —En la actualidad se pueden encontrar genuinos vestigios de lo que fueran estas sanas costumbres en especímenes contemporáneos y actuales, como en una especie de analepsis al paleolítico inferior. Porque si existe una certeza absoluta, es que el hombre proviene ineludiblemente del mono—.

A los fuertes no les hacía demasiada falta pensar, por lo que no fue difícil sustituirlos y adoptarlos como mascotas por los Listos. Los Listos de verdad, los que sacaban de las humildes mangas de sus harapos una multitud de deidades que te condenaban si pretendías llevarte la tajada de ciervo más grande.

Rápidamente dictaminaban que aquel era un ciervo sagrado que debías depositar como don a las puertas de la Santa Choza. Y mejor no preguntar por qué, si tenían alguna intención de conciliar el sueño esa noche, pues los más oscuros presagios, los declives más terroríficos brotaban de la boca de los Listos, utilizando el miedo como el mejor arma para combatir el espíritu crítico o la curiosidad. —De eso hemos aprendido mucho—.

Al margen de los que sí profesaron una verdadera fe en aquello que diera respuesta a las preocupaciones de entonces —que, en efecto, los hubo—, los Listos se convirtieron en los dueños del mundo, los que descubrieron que la lanza utilizada para cazar, bien vista, podía convertirse en un magnífico y poderoso bastón divino con el que asegurarse el ciervo todos los días.

A menudo, ofrecían grandes remedios a los miembros de sus tribus: pintarse la cara con pigmentos bendecidos por Quetzalcóatl para tener mejor fortuna en la caza, a cambio, claro, de un porcentaje a posteriori o un conveniente trueque en beneficio de la asesoría; cambiar unas mullidas y abrigadas pieles de oso por un brazalete mágico; y, en definitiva, establecer contraprestaciones de esta índole para eludir la cólera de los dioses.

Sus oportunas e infalibles advertencias eran magistralmente aderezadas con trágicas leyendas que comenzaban con pequeños procederes del día a día y terminaban con la más terrible de las muertes o condenas.

Los Listos eran tan listos, que ni siquiera ocupaban el primer puesto en la jerarquía social. La mayoría de las veces, y con la estrategia con la que rendían culto a su nombre, quedaban en segundo plano.

Se aseguraban un cómodo puesto a la derecha del mandamás, dedicando la mitad de sus esfuerzos a urdir sus artimañas y la otra mitad a garantizar su posición privilegiada y cercana al cacique, desde la que podían susurrar en su oreja pero mirando hacia otro lado, regalándole a este el placer de descubrir ideas propias que resultaban tan innovadoras y sorprendentes para el mundo como para él mismo.

Pero no quisiera inducir a confusión; los Listos no son cosa del pasado. Los Listos —como digo— eran tan listos, que lograron sobrevivir en su acomodada posición hasta el día de hoy, atravesando las dramáticas vicisitudes de la historia: masacres, conquistas, cruzadas, legendarias guerras, colonialismos…

Muchos, a lo largo de la historia, lograron permanecer en el anonimato incluso sin pretenderlo; otros llegaron a adquirir importantes cargos públicos, como muestran los libros de historia en un amplio recorrido por civilizaciones, dinastías y una larga lista de monarcas e integrantes de la Santa Madre Iglesia, entre otros.

Pero la figura del Listo no pasa desapercibida en niveles inferiores. Incluso en nuestro entorno más cercano, encontramos a extraordinarios «listillos», que actúan de forma impecable a pequeña escala, haciendo honor a la misma naturaleza que sus superiores.

Sin embargo, a pesar de llevar milenios habitando la Tierra, los Listos parecen haberse acomodado demasiado (que no haber dejado de serlo). Probablemente incautos por la confianza que inspira el ejercicio habitual de sus labores, no previeron el triunfo progresivo de un sector muy popular en la sociedad actual: los pintorescos e infatigables tontos venidos a más (dicho desde un considerable respeto —no absoluto—). Y algo me dice que, si estos llegan a apoderarse del mundo, vamos a echar mucho de menos a los Listos.

En cualquier caso, más nos vale espabilar.

Rubén Carrasco
Opositor y escritor

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